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Osiris

Relatos

Papá.

- ¿Y por qué?
- No creo que lo entiedas, arde a resultas que el gas que había por allí empezó a calentarse tras colapsar al atraerse mútuamente.
- ¿Y por qué?
- Porque las cosas siempre se atraen unas a otras, como yo a la bici o tu madre a las zapaterías en rebajas.

Repentinamente se calló y se quedó mirando una de esas enormes hojas amarillentas de platanero que había debajo de sus piernas, que colgaban del banco.

- ¿Y yo a qué atraigo?
- ¿Tú? mmmm, no sé veamos... supongo que tú atraes a las otitis. Y a los mocos, ven aquí.

Le soné los mocos con un pañuelo de tela que hábilmente envolví sobre sí mismo y lo escondí en los recovecos de mi chaqueta.

- Mira, tu madre ya ha salido y no nos ha visto. Vamos por detrás y le cogemos del bolso...
- ¡Vale!
- Vale, ¿qué?
- Vale papa.
- Gracias.

- Hace como nueve mil millones de años, yo paseaba por aquí buscando una lámpara entre los chiringuitos. Es curioso que yo me acuerde de esto, pero mi acompañante me dijo que no era justo que sus jefes recibieran lotes de navidad y cestas, porque ellos ya cobraban lo suficiente y no lo necesitaban. Yo estallé en ira y le dije que la vida no era justa, y que nunca lo sería. Ella me reafirmó una vez más que quería colaborar con una ONG, y yo no le hice ni puto caso.

- Ya... bueno... ¿y por qué me cuentas eso?

- Porque me sale de los cojones.

- Aha, ya veo. Por cierto me tengo que ir, me esperan.

- Muy bien, yo me quedaré tomando la penúltima.

Mierda en los tobillos.

Esta vez la mierda me llegaba a los tobillos. Al menos no era literalmente, pero aún así andaba buscando mi particular bordillo esquinero donde desmigajar el rastro de mi suerte.

Todo empezó siendo joven, cuando amaneció Elisa. Era un día de perros y yo me quitaba la bufanda mientras le miraba el culo descafeinado y le pedía un cortado.
Yo aprendí a follar sin timidez y ella a preparar café: hizo efecto rápido, despertándome de repente, pero fue tan efímero y adictivo que pronto necesité más.
Nos despedimos un día de sol y yo me quitaba las chanclas mientras le miraba las largas.

Demasiado pronto estaba yo matando dragones y salvando damiselas de torres. Tan alto estaba Carla que nos quedamos un tiempo entre las nubes. Pero alguien terminó de leer el cuento y concluyó que estábamos soñando. El camino de descenso fue más estrecho y esta vez nadie me guió, por lo que me pasé de frenada, apareciendo bastante más abajo de lo que partí, entre ácidos de pilas y mocos de cristal.
Y entre el fuego cruzado a ritmo de metralleta me raptó Ana. Era del tipo devoto empinadora de mis vientos. Prometía escribir poesía porque alguien le dijo que le recordaba a Machado, yo en cambio aseguraba que sólo quería escupirle. Me afeitó la cara con anillos una docena de veces y acostumbraba renglón aparte a acarminar mi vientre.
Estrepitosamente gritó y se fue, dando un portazo en mi cabeza que siempre me recordó a Sabina y que siempre olvidé a viaje sideral.

Vagué meses sonriendo desconcertado en las afueras, saltando entre estaciones de metro sin pagar billete alguno.
Cuando desperté de la niebla azucarada estaba en una esponja cálida junto a Marga. Pasé lo que podrían haber sido segundos apenas respirando entre sexo y lo que podrían haber sido años entre melaza.
Establecimos un protocolo: yo le mordía tres veces la nalga derecha. Una era un calentón, dos alcanzaba un gatillazo.
En el crepúsculo me mordió ella a mí, y yo a ella en la nalga izquierda. Nunca me rindió dolores, así que disfruté usando sus pasadas cruces como floretes. Siempre pensé que me esculpiría.

Luego volvió estelarmente Ana, pero esta vez se trajo el quitamanchas y me hizo olvidar a Sabina, entre ecos de lamentos que no conocía propios.
Nadie me dijo lo contrario, y seguí viajando en autobuses de ego esperando a que arreglaran el botón de parada.

Aterrizó Rosa y despegué yo. Lloraba cada encuentro y mordía la almohada cuando gritaba debajo de mí. Proyectábamos los trasbordos pero yo siempre me quedaba en la puerta de embarque, con un pañuelo blanco ondeando al viento. Siempre volvía y cenábamos entre deslizantes orientales y palomitas, unas noches con fuego y otras con llamas en la punta de los dedos.
Y a la vez que su yesca se humedecía, mi pedernal encendía todo lo que podía.
Ella desapareció a la velocidad del disolvente y yo no lo supe hasta que mi cama creo témpanos.
Me quedé mirando la pared, rezando para que acudiera y me pudiera ver vestido de equilibrista patoso con nariz roja, para poder esperar al final y darle un beso de verdad en una estación de servicio.

No vino. Yo compré billetes en su oído. Y en soneto clásico me cantó aquello de "y ahora que ya no te quiero me llamas, me llamas...".
No supe hacer un buen tachán y terminé el tango como hubiera hecho el alevín.
No creí necesario hacer más.

Gilipollas.

Y de repente sonríes. Y él también
Y te sientes el tío más gilipollas del mundo.
Pero no pasa nada porque sospechas que él también.

Ella

Hacía tiempo que se sentía sola. Casi el mismo tiempo que intentaba no pensar en ello.

Sus encuentros con la gente se limitaban al trabajo. Solían ser contactos frugales y mecánicos, aunque intensos, eso no lo podía negar; se consideraba una profesional a pesar de todo.
Normalmente ellos la esperaban con sorpresa pero anhelantes. No dejaba de pensar que era una forma fría de relacionarse con sus clientes.
Hubo un tiempo que intentó innovar en su oficio, pero nadie le ofrecía una palabra de ánimo, ni le reconocía lo difícil de su oficio, que ella trataba siempre de hacer del mejor modo.
Así que regresó al modo tradicional.

Antes no le importaba nada, pero lo años le hacían preguntarse si no se estaba perdiendo algo, limitándose a su tarea y nada más.

De repente se sentía vieja y todavía más sola. Muy sola.

Sacudió la cabeza tratando de olvidar sus cábalas.
Volvió a pasar una vez más la piedra por la hoja para reforzar el resplandor azul que emitía. Y se asomó fuera. La noche había caído, a pesar de que en su establo no existía el día. Miró el reloj que ocultaba en los pliegues de sus vestiduras resignada. Era la hora.
Se arremangó la túnica y se subió a su caballo, que la recibió animado. Miró adelante, hacia la Nada, y suspiró.
Era un trabajo difícil, pero alguien debía hacerlo.

Jaime

Un día besó a su novio y descubrió que ya no la quería.
No pasaba nada, mejor así. Se lo dijo y se fue.
Decidió dejar de besar chicos y chicas y besar ranas.
Comenzó a maquillarse y a ir al gimnasio, pero no le gustaba como le quedaban las mallas y lo dejó.
Otro día comenzó a reír, y ya no pudo parar. Se pasaba los días riendo mientras besaba ranas en las fiestas.
La gente le preguntaba por qué reía y les decía que reía porque de pequeña prefería el azul al rosa, la nata al chocolate y su madre a su padre.
Después tuvo un niño. Le llamó Jaime y siguió riendo y besando ranas.
Otro día más se cayó volviendo de una fiesta. Se rompió la cadera y dejó de besar.
Ya no reía.
Y después murió.
Pero no pasaba nada.
Se lo dijo a Jaime. Le besó y se puso rojo.
Mejor así.

Microrelato 1

¡Ostias!, ¡que se me escapa el ciruelo!

Tortugas

Era de noche y me disponía a comerme mi cena cutre. Distraídamente me metí otra paletada de fideos en la boca. Justo en el instante en el que mordí la pastilla sin deshacer de avecrem de pescado me di cuenta de la psicotrópica vida de las tortugas de acuario. Después me lavé los dientes cuatro veces.

Fa

- ¡Ey! vas a flipar, ¿sabes que me sé de memoria la composición del Fa limones salvajes del Caribe?

- ¿Eing?

- sí sí, mira: Aqua, sodium laureth sulfate, cocamidopropyl betaine, sodium cloride, parfum, metha aquatica, citrus medica limonum, peg-7, glyceryl cocoate, sorbitol, polyquaternium-7, laureth-2, propylene glycol, peg-55 propylene, glycol oleate, citric acid, benzophenone-4, limonene, citral, citronellol, hydroxycitronellal, sodium bezoate, ci 42090 y ci 47005. ¿qué? ¿impresionado?

- Ya, bueno -trago a la cerveza-. Has estado estreñido últimamente ¿verdad?

- Un poco...

- Un poco, un poco...